Por: José Luis Espinosa Piña
Imagen: IA
En México, los apologistas del poder se regordean en la exaltación de la primera mujer que ocupa la presidencia de la República. Sobre todo, remarcan su calidad de “científica” con lo cual, a sus ojos y cerebros, todo lo que ella haga tiene credibilidad por estar respaldado en su formación profesional y en su grado de doctora.
Un científico es un profesional en alguna disciplina o disciplinas del conocimiento humano —cualquier persona que tenga una formación universitaria básica lo sabe— que sustenta sus opiniones en hechos objetivos. Un científico, si en verdad lo es, consulta fuentes válidas cuando hace comparaciones de cualquier índole, y rechaza todo aquello que sea especulativo o que no esté soportado por la evidencia. En un mundo cada vez más impulsado por la innovación y el conocimiento, la figura del científico se convierte en un pilar fundamental del progreso porque el método científico busca el conocimiento y la verdad. Un verdadero científico se caracteriza por su rigor metodológico y por desechar premisas falsas, lo cual aplica para cualquier disciplina.
Desde luego, hay quienes utilizan a gusto y conveniencia sus grados y títulos para satisfacer ambiciones personales o intereses ajenos a la verdad científica, manipulando datos o interpretándolos para la ocasión, pero el desprestigio que una conducta así genera lleva a estas personas inexorablemente al peor escenario para cualquier hombre o mujer de ciencia: el desprestigio y la falta de credibilidad individual. La exclusión de la comunidad de pares, de colegas, aunque no sea “de jure” lo será “de facto” para aquel científico que manipule datos, premisas y conclusiones. Aquel que renuncia a los principios del método científico pierde su lugar en el gremio. Creo que nadie negaría esto.
Hoy la ciencia sigue obedeciendo a las mismas reglas y premisas universales. Cambian los tiempos pero no pueden cambiar las bases de la ciencia. Podemos afirmar que un científico también puede participar en actividades políticas y buscar el poder, pues ambas actividades no están reñidas entre sí. Solo que hay una condicionante deontológica en ello: se debe actuar según la ética de la profesión inicial, atendiendo desde su vocación intelectual los asuntos que le sean encomendados en el servicio público, honrando la formación universitaria que recibió. Es por ello que alguien que tiene un doctorado en ciencias no puede prestar oídos a falacias, a afirmaciones irracionales, a ocurrencias e improvisaciones, a ideas necias, a manipulaciones argumentales, a distorsiones de la verdad. Las ideologías y la propaganda no son parte del método científico.
Un científico arriesga su prestigio diariamente, en cada opinión y en cada decisión porque frente a la comunidad nacional e internacional su trayectoria formativa profesional así lo exige. La sociedad espera de un científico que se conduzca con criterios de absoluta racionalidad, sin hacer falsas deducciones ni aplicar doctrinas salpicadas de prejuicios a la resolución de los problemas.
Los científicos se destacan por su deseo constante de entender cómo y por qué ocurren las cosas. Esta inquietud por saber más es el punto de partida de cada descubrimiento, pero en el caso de la responsabilidad política al frente de un país debe privar en primer orden el rigor y el pensamiento crítico. Más allá de la curiosidad, un científico debe tener la capacidad de analizar la información que deba manejar en sus tareas legales y profesionales en forma totalmente objetiva. No se trata solo de observar, sino de cuestionar, contrastar datos y llegar a conclusiones basadas en evidencias. El método científico es irrenunciable para aquel que abraza el servicio público y la política, como alguna vez lo apuntó Max Weber. Es un proceso que permite obtener conocimiento confiable y comprobar teorías de manera sistemática. No fue creado por una sola persona, pero reputados científicos y filósofos como Francis Bacon, Galileo y Descartes sentaron sus bases. Por ello tiene validez y una actualidad fuera de toda duda.
Si hasta aquí hemos concluido que un científico puede ser naturalmente político y hasta estadista, entonces cabe preguntarnos, ¿qué es aquello que hace a un verdadero científico? En un mundo cada vez más impulsado por la innovación y el conocimiento, la figura del científico es —o debe ser— un pilar fundamental del progreso, en cualquier terreno del quehacer humano, y con mayor razón en el ámbito político.
Al científico, si en verdad lo es, lo caracterizarán a lo largo de su vida actitudes irrenunciables, esté donde esté y se dedique a lo que se dedique; por ejemplo la curiosidad insaciable, el rigor y validez de los datos de que se auxilia para tomar decisiones, el pensamiento crítico, la paciencia y perseverancia, el método y la organización, el seguimiento de protocolos establecidos, el garantizar que los resultados sean reproducibles y verificables, y el indiscutible compromiso ético. La ética no es negociable en el quehacer científico. Manipular datos, falsear resultados o apropiarse del trabajo ajeno no solo socava la credibilidad personal, sino la de toda la comunidad científica. La honestidad intelectual es una norma inquebrantable.
A todo ello podemos sumar otras características básicas del científico: la capacidad de trabajo en equipo, la comunicación asertiva que no de lugar a interpretaciones erróneas, y la actualización constante. El conocimiento está en evolución permanente. Por eso, un científico nunca deja de aprender.
En definitiva, ser científico no es solo una profesión, es una actitud ante la vida: una mezcla de curiosidad, disciplina y compromiso con la verdad. Una vocación que se tiene y se percibe por los demás. La política también es vocación, y tiene como propósito central la búsqueda y procuración del Bien Común.
Por todo lo anteriormente expuesto, llegamos a una conclusión no especulativa sino basada en el método científico, en datos, evidencias y objetividades: la señora presidenta de México no es científica. Dejó de serlo. Renunció a serlo. Ojalá que haga una seria introspección y retome el método aprendido en la universidad, por el bien de la República.
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