Por Luis Gabriel Osejo.
México vive un momento crítico, uno de esos puntos de inflexión que se asoman de cuando en cuando en la historia de una nación. Atrapado entre dos fuegos –la “Esperanza de México” de la presidenta Claudia Sheinbaum y la “Resistencia” de PRI y PAN– el país parece estar en una lucha por su propia identidad democrática. Cada lado reclama su derecho de conducir al país, pero ¿hacia dónde? Y en medio de esta disputa, el ciudadano común observa, espera y, en muchos casos, desespera.
La “Esperanza de México” que encabeza Sheinbaum busca consolidarse con una agenda que ha comenzado a transformar las reglas del juego. Bajo la promesa de reformar, y algunos dirían “tasajear”, la Constitución para adaptarla a su visión de una justicia social, la presidenta se acerca peligrosamente a la línea entre la voluntad popular y el autoritarismo. La memoria histórica de los mexicanos evoca la famosa sátira de “La ley de Herodes”, donde se nos recuerda que el poder puede moldearse y retorcerse a conveniencia. ¿Es este un avance hacia un México más igualitario, o una erosión de las instituciones en nombre de un ideal?
Por otro lado, la “Resistencia”, formada por los partidos tradicionales PRI y PAN, se encuentra debilitada pero persistente, más interesada en conservar las migajas de poder que les quedan que en presentar una alternativa sólida. Aún viven a la sombra de sus viejas glorias y errores. Estos partidos, que alguna vez representaron la estabilidad y la esperanza de un México democrático, ahora parecen distantes y desconectados de las necesidades del ciudadano común. En su afán por oponerse, ¿han olvidado su misión de ser una oposición con propósito y de crear una verdadera alternativa para México?
En el medio de este conflicto se encuentra el ciudadano de a pie, el mexicano que sale cada día a trabajar, que siente la inseguridad a cada paso, que experimenta la corrupción en los trámites más simples y que ve el autoritarismo en el control de las instituciones. Para este mexicano, las promesas de cambio se han vuelto un eco repetitivo. Quizás por eso, aunque suene paradójico, la esperanza es lo único que queda. No la esperanza que se pregona desde un podio, sino esa esperanza silenciosa y obstinada que hemos heredado de generaciones pasadas.
Nuestros abuelos murieron esperando un México próspero, libre y democrático. Nuestros padres se enfrentaron a sus propios desafíos y mantuvieron viva esa misma esperanza. Ahora, parece que esta generación tiene el reto de cargar el mismo ideal, de no permitir que la desilusión se convierta en conformismo.
México necesita un nuevo rumbo, un proyecto en el que la ciudadanía vuelva a ser protagonista, en el que el poder no se centralice ni en el estado ni en partidos alejados de la realidad. ¿Podremos ver un México donde no estemos atrapados entre “la espada y la pared”, sino uno donde se construyan puentes