Por Luis Gabriel Osejo.
Hartazgo y miedo. Dos palabras que describen a la perfección el estado actual del país. Por un lado, estamos hartos. Hartos de la corrupción descarada, del nepotismo rampante, del amiguismo que florece en cada esquina del poder. Hartos de esos políticos que entran con una mano atrás y otra adelante y salen multimillonarios, de esos que se han dedicado a convertir el servicio público en su negocio privado. Insaciables. Y como si fuera poco, después de enriquecerse a costa de los mexicanos, dejan a sus hijos y nietos en fila, listos para limpiar la riqueza mal habida con el único detergente que parece funcionar en este país: el tiempo. Hoy los vemos como “prósperos empresarios”, desarrolladores inmobiliarios, magnates. Claro, ¡qué convenientemente olvidamos de dónde salieron los millones!
Pero del otro lado, está el miedo. Miedo a los que se presentan como los “transformadores” del país, esos que prometen gobernar no por seis años, no por 12, sino por los próximos 50. Porque, claro, ¿quién necesita democracia cuando tienes un plan de medio siglo? Miedo a los que están desmontando las instituciones que nos costaron años de lucha y ríos de dinero. Esos organismos que, entre pleitos y parches, lograban equilibrar el poder, que vigilaban de alguna manera el abuso. Miedo a quienes pactan en lo oscurito con los narcotraficantes, no para garantizar la paz, sino para garantizarse el poder. Y mientras los problemas del país crecen, nos venden austeridad. Una austeridad que parece aplicarse solo al ciudadano de a pie, porque del otro lado, en los grandes palacios, el despilfarro sigue siendo el deporte favorito. Obras faraónicas que no funcionan, trenes que no van a ninguna parte y aeropuertos que están más vacíos que la promesa de prosperidad. Es el circo romano moderno: entretener a las masas con grandes monumentos mientras el país arde.
Entre el hartazgo y el miedo, la verdad es que estamos atrapados. Poco espacio queda para la esperanza. Porque, seamos sinceros, ¿de qué esperanza hablamos? ¿La de que el PAN o el PRI vuelvan al poder? ¿Esos mismos que ya tuvieron su turno y lo desperdiciaron en lo mismo que hoy criticamos? ¿O entregarle la esperanza a Morena? Que en teoría traía la fórmula mágica para salvarnos, pero en la práctica, lo único que parece claro es su objetivo: aniquilar a la oposición y convertirse en el PRI 2.0, listos para comerse el pastel del poder durante los próximos 50 años.
La realidad es que los mexicanos estamos entre dos fuegos. Entre el hartazgo de lo viejo y el miedo de lo nuevo. Entre los que ya nos saquearon y los que están ansiosos por saquearnos en nombre de la “transformación”. Y mientras tanto, ¿qué hacemos? Nos quedamos de brazos cruzados viendo cómo nos llevan “entre las patas”. Porque en este juego de poder, el ciudadano común parece ser solo el peón de turno, sin voz ni voto en el tablero.
Al final, nos enfrentamos a una paradoja. Queremos cambiar, pero le tememos al cambio. Estamos hartos de los de siempre, pero no confiamos en los nuevos. Y mientras seguimos debatiendo entre el miedo y el hartazgo, el país sigue su rumbo incierto. Porque si algo está claro, es que, tal y como vamos, las posibilidades de salir del embrollo en el que nos han metido son pocas… muy pocas.