Por Luis Gabriel Osejo
Ayer, el Congreso de la Unión aprobó una reforma constitucional que prohíbe impugnar la Constitución en su primera etapa legislativa. Con 85 votos a favor, la mayoría de Morena y sus aliados lograron borrar de un plumazo uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia: los límites al poder. Esta decisión representa un golpe significativo al equilibrio entre los poderes del Estado, debilitando los mecanismos de pesos y contrapesos que garantizan que ningún poder se imponga por completo sobre los demás.
La presidenta Claudia Sheinbaum, con el respaldo del expresidente Andrés Manuel López Obrador, ha impulsado esta reforma que no solo concentra más poder en el Ejecutivo, sino que también limita la capacidad de otros actores para cuestionar decisiones fundamentales. Aunque López Obrador ya no ocupa la silla presidencial, su influencia sigue siendo determinante en la política actual, y esta reforma es una muestra clara de su legado.
Morena parece no entender, o no querer entender, que el poder no es eterno. A lo largo de la historia, los partidos que han abusado de su poder tarde o temprano han enfrentado las consecuencias de sus actos. El control absoluto que ahora pretenden ejercer podría revertirse en su contra cuando ya no tengan la mayoría. Las reglas que hoy cambian para favorecerse serán las mismas que podrían perjudicarlos en el futuro.
Esta reforma dinamita las bases de una democracia que, aunque imperfecta, había permitido que las instituciones funcionaran como contrapesos al poder absoluto.
La democracia es frágil y requiere constante vigilancia. Morena y sus aliados deben recordar que las acciones de hoy tendrán repercusiones mañana. No se gobierna para siempre, y los agravios que hoy siembran podrían convertirse en el obstáculo que enfrenten en el futuro.
Esta reforma constitucional no solo cambia una norma; cambia el equilibrio de nuestra democracia. Y en ese cambio, todos perdemos.